EL Concilio Vaticano II
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Hace unos días celebramos el cincuenta aniversario de la apertura del concilio Vaticano II, el acontecimiento más importante de la historia contemporánea de la Iglesia católica. Convocado por el papa bueno, Juan XXIII, planteó desde sus comienzos una extraordinaria expectación y se inauguró el 11 de octubre de 1962. Grandes cosas debían suceder. Los concilios anteriores habían sido convocados casi siempre para una cuestión concreta a la que debían responder. Esta vez no había un problema particular que resolver. Pero precisamente por esto aleteaba en el aire un sentido de expectativa general: el cristianismo, que había construido y plasmado el mundo occidental, parecía perder cada vez más su fuerza creativa, se le veía cansado.
El sentido de esta pérdida de frescura por parte del cristianismo, y de la tarea revitalizadora que ello comportaba, se sintetizaba bien en la palabra “aggiornamento” (actualización). Para que el cristianismo pudiera volver a ser una fuerza que moldeara el futuro, Juan XXIII había convocado el concilio sin indicarle problemas o programas concretos. Esta fue la grandeza y al mismo tiempo la dificultad del cometido que se presentaba por delante. Los padres conciliares se acercaron al gran evento con ideas diversas y empezaron a trabajar. Desde el comienzo se vio que un tema fundamental era reflexionar sobre lo que es la Iglesia. Otro asunto importante era la renovación litúrgica, que Pío XII ya había comenzado a poner en marcha. El tercer aspecto era el ecumenismo. El haber sufrido juntos en Europa la persecución del nazismo había acercado mucho a los cristianos protestantes y a los católicos; ahora, esto se debía comprender y llevar adelante también en el ámbito de toda la Iglesia. Por último se planteó el tema de la relación entre la Iglesia y el mundo moderno, es decir, el trabajo del que luego nació la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual. En este documento se tocaba el aspecto que más expectativas había generado el Concilio. La Iglesia a partir del siglo XIX había entrado de manera cada vez más visible en una relación negativa con la edad moderna. ¿Debían permanecer así las cosas? ¿Podía dar la Iglesia un paso positivo en la nueva era? El resultado fue plantear esta relación desde la clave del diálogo y buscar sobre qué aspectos era posible la colaboración a favor de la humanidad. Mientras que al comienzo del concilio habían prevalecido los episcopados del centro de Europa con sus teólogos, en el curso de las siguientes fases conciliares se amplió cada vez más el radio del trabajo y de la responsabilidad común. Los obispos se consideraban aprendices en la escuela del Espíritu Santo y en la escuela de la colaboración recíproca, pero lo hacían como servidores de la Palabra de Dios, que vivían y actuaban en la fe. Los padres conciliares no podían y no querían crear una Iglesia nueva, diversa. No tenían ni el mandato ni el encargo de hacerlo. Eran padres del Concilio con una voz y un derecho de decisión sólo en cuanto obispos. Por eso no podían y no querían crear una fe distinta o una Iglesia nueva, sino comprenderlas de modo más profundo y, por consiguiente, realmente “renovarlas”. Por eso interpretar el concilio como una ruptura es absurdo, contrario al espíritu y a la voluntad de los padres conciliares. En definitiva tal y como dice el papa Benedicto XVI: “durante el Concilio había una emocionante tensión con relación a la tarea común de hacer resplandecer la verdad y la belleza de la fe en nuestro tiempo, sin sacrificarla a las exigencias del presente ni encadenarla al pasado. Por esto mismo considero que lo más importante, especialmente en una efeméride tan significativa como la actual, es que se reavive en toda la Iglesia aquella tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo al hombre contemporáneo”.