Año tras año multitud de elementos se unen para intentar desnaturalizar la Navidad. Se quiere limitar a una fiesta de invierno en la que se está con la familia y se lleva a cabo un gasto exagerado, este año amortiguado por la crisis, en la compra de regalos y comida. También se suscitan gestos de solidaridad, que hay que alabar, pero sin continuidad alguna y con la sospecha de querer lavar la conciencia o dotar a quien lo promueve de un toque de solidaridad muy conveniente estos días. Parece que se pretende que se olvide el contenido expresamente cristiano de estas fiestas. Debemos reivindicar que lo que celebramos es el nacimiento del Hijo de Dios que se nos muestra en la fragilidad de un niño que no nace en un palacio sino en un pesebre, en la más absoluta pobreza e indefensión. Dentro de una familia que debe huir con el niño recién nacido perseguida a muerte por los poderosos. Estos acontecimientos ocurrieron hace más de dos mil años pero cuando hablamos de Dios no podemos decir que Dios hizo o dijo en pasado sino que Dios hace y dice en el presente. Por esos celebramos año tras año la Navidad porque Dios no está en el pasado sino que está hoy en día y ante nosotros. Se nos muestra en el rostro del que no tiene un techo donde dormir hoy ni tampoco lo tendrá mañana porque no hay posada, en el que se ha quedado en el paro, en el que no llega a fin de mes o ni siquiera sabe cómo va a acabar el día, en el que es perseguido por los poderosos porque molesta… La presencia de Dios en el mundo, en nuestra historia, trae una novedad absoluta para los que han perdido la esperanza. La novedad de que todo hombre pueda estar a la altura de Dios y recuperar así su dignidad arrebatada. Viene a nuestro encuentro como un niño indefenso para que podamos amarlo y desarmarnos de nuestro deseo de sentirnos seguros. Viene a interpelarnos en nuestra vida y la cuestiona al hacerse uno de nosotros. Él nos invita a mirar al otro que está tirado en el camino ¡Qué fuerza tiene su presencia! La fuerza de poder decir: Dios ya no está lejos, se ha dejado conocer, es accesible a nuestro corazón, se nos regala. Tenemos su altura, su vida, sus medidas, su amor, su gracia, su fortaleza. ¡Contempla el misterio del Nacimiento de Dios! Dios se hace hombre como nosotros, para meter su divinidad en la historia, en la vida del hombre, para divinizar al hombre. Acojamos a Cristo en nuestro corazón acogiendo a los demás. Es necesario abrir la vida al Señor que nace en Belén. Sobre todo, ahora, en este mundo globalizado, donde se dan sangrientos conflictos, se olvida la búsqueda del bien común, del desarrollo pleno de todos los hombres y de todo el hombre, donde hay confusión a la hora de ver la verdad del hombre porque se mira al ser humano a trozos y no en su totalidad. En este mundo en el que predomina el egoísmo, que tiene su expresión en un capitalismo exacerbado que para nada mira y se regula en el servicio de la persona; donde la convivencia internacional se inspira en criterios de poder o de beneficio, donde se dan fanatismos que distorsionan la verdadera naturaleza del hombre y de la convivencia. En este mundo es urgente proponer y establecer fórmulas de comunión y de reconciliación entre los hombres. ¿Es posible hacer esto? ¿Hay fórmulas? Hay una persona, el Dios que se hace hombre, que si dejamos que entre en nuestra vida, la diseña con una originalidad tal, que nos hace descubrir que todos los hombres somos hermanos y que estamos en este mundo, no para aprovecharnos los unos de los otros, sino para dar lo mejor que tenemos a los demás. Feliz Navidad.