Tu marcha ha detenido mi cotidianidad… Carta postrera a Godofredo Garabito, Godo
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Tu marcha ha detenido mi cotidianidad. No he tenido tiempo de decirte ni siquiera adiós con mi mano, de mirarte, de oír tus palabras con detenimiento. Tardaré tanto en acostumbrarme a tu ausencia. Siento no haber pasado más tiempo a tu lado, ahora que “te has hecho eternidad”. ¡Qué dura es la vida que no nos deja una segunda oportunidad!
Una tarde más contigo, la última, en aquel escritorio de la Plaza del Poniente, rodeados por tus recuerdos, donde todo tenía su sentido y yo lo entendía, con tu imponente retrato como caballero del Santo Sepulcro. Ese hombre de pose, pintado por el maestro Félix Cano, no era el Godo tierno y cariñoso que tenía delante, de carne y hueso, repasando un pregón, hablando de un libro. Yo sabía cómo eras y ese otro retrato es el que marchará siempre conmigo.
No sé cómo fue pero tu presencia empezó a ser habitual. Al principio, me parecías uno de aquellos hombres “de los que conocieron mis abuelos”, uno de aquellos poetas locos de las mil mañanas de no sé qué biblioteca. Un anticuario que decían que era empresario, académico de las Bellas Artes vallisoletanas, presidente de tantos Amigos entre los que se encontraban la Coral vallisoletana, la Unión artística, los de la Zarzuela. No me lo imaginaba no, que tú interpretases a Don Hilarión, ni que fueses cantando por la calle de Alcalá con los nardos apoyaos en la cadera. Decían que tú como hombre de la construcción y convencido de que la ciudad tenía que crecer hacia el sur, en el entorno de un entonces desconocido Palacio de la Asunción, montaste al que tenía que ayudarte en el empeño en una avioneta para obtener su aprobación desde la altura de un vuelo… “fina estampa, caballero, caballero de fina estampa”.
Sin embargo, las apariencias no paran de engañarnos y tentarnos. De Garabito pasaste a ser Godo, un amigo que se preocupaba de las inquietudes de sus amigos más jóvenes, que se identificaba con nuestros horizontes porque los fuimos descubriendo coincidentes. Nuestras palabras no salían de los dedos por casualidad. Tenían una finalidad, un objetivo. Trabajábamos para alguien y para algo. Nuestra pasión por la cultura, por las artes, por su difusión, porque se convirtiesen en piedras de una sociedad mejor, más bella y armoniosa. Una sociedad encuadrada en los cielos y las tierras de Castilla, bajo la mirada de Dios.
A partir de aquí, querido Godo, he puesta la moviola de los recuerdos: tantos y tan diversos, convertidos en una película que guardaré siempre en mi alma: esas tardes de Cope, entre los micrófonos azules, donde sin decirlo nos repartíamos los papeles. Muchas veces opinábamos lo mismo pero hacíamos teatro para que las ondas fuesen entretenidas en la caída vespertina de los trabajos de nuestros oyentes. Después, y al mismo tiempo, fue la televisión de Castilla y León, junto a Alejandro Rebollo. Todo un año en las noches de los lunes, hablando de lo divino y de lo humano. Nos pasabas a recoger en tu coche, conducido con ceremonia por los que han sido tus asistentes o te llevábamos a casa de vuelta de esa televisión donde maquillábamos lo cotidiano. Y para hacer de la conversación algo coloquial e íntimo, buscábamos tiempos para comer juntos, para tirarte de la lengua, para que tú nos contases historias de Castilla la Vieja, vividas a tu aire, “al aire de mi aire”, sección que definía muy bien como tú eres: una persona independiente, educada, tierna pero viviendo sin pedir licencia, ni permiso, pensando con libertad, encontrando únicamente en la conciencia los límites a la misma. Y era entonces cuando nosotros, Juan Carlos Pérez de la Fuente, Ángel Cuaresma, Luis Amo y yo, te pedíamos que nos contases otra vez cómo escribiste el pregón de Semana Santa a Concha Velasco y… entonces te reías con tono pícaro. Ella puso la voz y la interpretación pero tú la letra.
Las cosas de Godo, desde su jardín radiofónico de La Mudarra, desde tu huerto florido que nos hacía tanto reír, y nos imaginábamos cómo estabas en él de tertuliano cuando en realidad ya tenías que conformarte a vivir la radio en tu casa. “Estas patas que me fallan”, me decías, y te gustaba que te llamásemos Noé aunque tu alma se hacía joven pero te provocábamos con la música del Nodo… y nos preguntabas cuál era nuestro último libro para hacernos un artículo que lo difundiese; nuestra próxima conferencia para conseguir que el auditorio estuviese lleno, estando tú entre los de las butacas. Escribe tus memorias Godo, te pedíamos, no nos dejes sin tu frescura, no nos obligues a llevar nuestros tiempos juntos en “vasijas de barro”.
“Grande, generoso, genial” afirmaban tus iniciales, hombre condecorado, reconocido, querido; y aunque no aspirases a caer bien a todos, eras amigo de tus amigos, familiar, hombre de Dios y de su Iglesia, cortés, caballeroso, insistente, sensible… muy sensible, encerrado eso sí, en esa armadura de tu aspecto; memoria de tu tiempo, de tus gentes, de ese Tren Burra que te trajo a la capital y que tu hiciste libro de éxito; comunicador nato, gentil en cada página de periódico, en cada programa de televisión, en cada minuto eterno de la radio; llama pregonera de la Semana Santa… retratabas de mano de la poesía la belleza de cada una de sus escenas, las más cotidianas de los cofrades, las más elocuentes de los pasos, las más eternas de la tierra. Y así, desde la morada del Padre, en los Torozos de la eternidad y junto a María, definida en tu himno a la Virgen de las Angustias de Valladolid como “primer sagrario de concepción”, sabrás anunciar a los santos de la gloria que en un rincón del universo, sólo en uno, Dios discurre encarnado en la madera, “por calles porticadas y silencios callados”, entre “redobles de tambor destemplado y los rezos de los hermanos penitentes, heridos por el grito del pardal que convoca al recogimiento”, por las Siete Palabras de la mañana vallisoletana de la cruz. Solamente decirte, que tu voz potente, tu palabra valiente y comprometida, está prendida y bien sembrada en los rincones de Castilla y que desde ahora, convertida en “jaculatoria en piedra, se crecerá hasta perderse en las estrellas de la noche del Viernes Santo”.