Empezar a actuar
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- Categoría: Actualidad Diocesana
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No podemos ser meros espectadores ante tantas personas golpeadas por la pobreza y el hambre. Día a día crece el número de los que no pueden llevarse nada a la boca para comer. La Declaración Universal de los Derechos Humanos defiende que “Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial, la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios” (Artículo 25 . Párrafo 1). La nutrición, comer todos los días lo suficiente para poder vivir es un derecho fundamental, no solamente es parte integrante del derecho a la vida propia de cada ser humano, sino que es un aspecto esencial que no puede ser eliminado porque su consecuencia es la muerte.
Tampoco se pueden argumentar falsas consideraciones demográficas según las cuales el aumento de la población provocaría la falta de alimentos. Es mentira afirmar que “ser numerosos significa ser pobres”. Se manejan datos que indican cómo el mundo puede alimentar, con los actuales medios técnicos, a tres veces los seres humanos que vivimos hoy en él. Los datos son objetivos y nos desenmascaran el verdadero problema que no es otro que la falta de voluntad de los poderosos. Tenemos que incidir en que los bines sean distribuidos con justicia. Los bienes deben servir al bien común y no a unos pocos. La distribución de la riqueza no es algo imposible, es una obligación de justicia que depende de la voluntad humana. De esa distribución es de lo que se ocupa la economía que sólo podrá llamarse justa si en su organización aparece como lugar privilegiado la defensa de la dignidad de todas las personas. En este sentido la religión juega un importante papel al poder sanar las heridas de conflictos y divisiones, y formar la mente y el corazón para poder respetar y defender la dignidad de todo ser humano. No podemos estar quietos y tranquilos, la conciencia nos empuja a dar pasos concretos hacia un nuevo modelo de vida que exige una educación, una cultura y una religiosidad que erradiquen el proceso de despersonalización e insensibilidad que padecemos ante el mal ajeno. La solución no es fácil pero es necesario que en esta situación de crisis por la que pasa la humanidad nos demos cuenta que el egoísmo deshumaniza y la gratuidad humaniza. Que no todo tiene un precio. Que las cosas más importantes de la vida no se pueden comprar ni vender. La presente crisis que vivimos debe convertirse en un acicate y una oportunidad para avivar nuestra sensibilidad para con los más débiles. Hoy se nos ofrece la oportunidad de asumir las propias responsabilidades ante los demás. Aprendamos del siglo XX en el que se padeció de forma trágica los efectos de una determinada forma de hacer las cosas pensando sólo en el propio beneficio. El siglo XX se fue olvidando paulatinamente que la dependencia entre unos y otros obliga a un trabajo común por la dignidad de las personas. Hoy nos puede ocurrir que sólo nos creamos que existe una globalización tecnológica y de capitales pero no nos creemos que pueda llegar a existir una globalización de la solidaridad. No nos creemos que lo que pasa al otro, cercano o lejano, me pasa a mí también. Vale la pena escuchar la llamada al compromiso solidario del Papa: “Mientras los pobres del mundo siguen llamando a la puerta, el mundo rico corre el riesgo de no escuchar ya estos golpes, debido a una conciencia incapaz de reconocer lo humano” (Caritas in veritate, 75). Y comenzar a actuar sin esperar que vengan tiempos mejores. Lo decía muy bien J. Gilman: “No esperes al momento adecuado. Empieza ahora. Si esperas al momento adecuado, nunca dejarás de esperar”.