Semana Santa
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- Categoría: Actualidad Diocesana
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Uno se encuentra incómodo cuando desde diversos ámbitos se presenta la Semana Santa reducida a unos días en donde se llevan a cabo una serie de actos culturales y se muestra en las calles unas magníficas obras de arte. La Semana Santa es algo más. Es la celebración de la fe, la celebración de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Una fe que se expresa con las peculiaridades propias de un pueblo y que por supuesto genera cultura. Una fe que se manifiesta por las calles en donde las tallas que se admiran son una muestra de lo que se está celebrando y viviendo en esos momentos. La Semana Santa es una afirmación del Amor que Dios tiene al hombre.
El fin que tiene celebrar año tras año la Semana Santa es mostrar lo esencial de la fe cristiana: la entrega por amor, la muerte y la resurrección de Cristo. Desde el Domingo de Ramos, que se abre como pórtico de toda la Semana Santa, se comienza a celebrar las dos caras del Misterio Pascual. Por un lado, el triunfo de la vida en la alegre Procesión de los Ramos que se lleva a cabo en honor a Cristo que es aclamado como rey. Por otro lado, el fracaso, el sufrimiento del inocente y su muerte que se expresa con la lectura de la Pasión. La religión cristiana no es pesimista no creemos que el mal prevalece, que la vida no tiene sentido, todo lo contrario creemos en el triunfo de la vida y el triunfo de Dios sobre el mal. Por eso el jueves santo es la afirmación del amor, del amor de Dios a todos los hombres de todos los tiempos y lugares. Un amor que es gratuito, que no espera nada a cambio, un amor que genera esperanza y que se comunica. Dos signos hay en la celebración del jueves santo que expresan esa realidad. El lavatorio de los pies y la conmemoración de la institución de la eucaristía. Un amor que contagia, que cuando se experimenta transforma al ser humano y lo sitúa en la dinámica de entregar gratis lo que ha recibido gratis. Una experiencia que compromete al hombre a amar a los demás del mismo modo que hace Dios. Compromete a ponerse de rodillas ante el otro, a buscar ser el último, y a entregar la propia vida para que los demás vivan. El Viernes Santo es un cara a cara con lo más horrible del ser humano. La celebración consiste en la lectura de la Pasión según san Juan, la oración por las necesidades de la Iglesia y del mundo, la adoración de la Cruz y la Comunión. Sencillez y sobriedad para expresar el sufrimiento y la muerte. En este día volvemos nuestros ojos al Cristo colgado en la Cruz, le acompañamos en el Vía Crucis y somos testigos de lo que dijo san Juan: “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo Unigénito para que nadie perezca”. El Viernes Santo nos sitúa sin tapujos ante nuestra propia fragilidad y ante la situación de injusticia en la que viven millones de crucificados hoy en día. El sábado santo nos encontramos junto a María en silencia y ante una cruz vacía, con la aridez de un corazón que no ve el sentido de lo que acontece. ¡Cuántas personas deambulan hoy de este modo por nuestras calles! Sin embargo la Semana Santa no se termina con la muerte y la desesperación sino que se abre al triunfo de la vida. ¡Cristo ha resucitado! El triunfo es definitivo. Es el mismo Hijo de Dios el que ha entrado en la historia humana, como un hombre cualquiera, el que vence a la muerte y al pecado que esclavizan a la humanidad. La Cruz se convierte así en un acto de suprema humillación en la que se nos revela el amor de Dios. Es la semilla que debe morir para que nazca una vida nueva. El Padre resucita a Jesús de entre los muertos y muestra así que su Hijo ha cumplido su plan de salvación. Jesús no queda aprisionado por la muerte sino que triunfa sobre ella. Es un triunfo que nos libera a todos y nos entrega una esperanza cumplida que se prolonga en el tiempo. Los cristianos nos aferramos, creemos en la resurrección de Cristo porque sabemos que la última palabra no será la muerte sino la vida.