La educación como reto
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- Categoría: Actualidad Diocesana
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¿Con qué actitud debemos mirar el nuevo año? El hombre de fe debe aguardar siempre el futuro con esperanza. Es cierto que en el año que termina ha aumentado el sentimiento de frustración por la crisis que agobia a la sociedad, al mundo del trabajo y la economía; una crisis cuyas raíces son culturales y antropológicas. Parece como si un manto de oscuridad hubiera descendido sobre todos nosotros y no nos dejara ver con claridad. Sin embargo, la esperanza es lo último que se pierde. En esta noche en la que parece que nos encontramos no dejamos de esperar la luz de un nuevo día en el que cambien las cosas. Que el mundo que conocemos sea más humano.
Pero no nos podemos engañar el cambio debe ser a fondo, desde las raíces, y sabemos que el rostro humano de nuestra sociedad va a depender de la contribución de la educación. Recordemos que la educación persigue la formación integral de la persona, incluida la dimensión moral y espiritual, con vistas a su fin último y al bien de la sociedad de la que es miembro. Por eso, para educar de verdad y en la verdad es necesario saber sobre todo quién es la persona humana, conocer y potenciar el fondo solidario que todos poseemos. La educación es la aventura más fascinante y difícil de la vida. Educar –que viene de educere en latín– significa conducir a otros fuera de sí mismos para introducirlos en la realidad, hacia una plenitud que hace crecer a la persona de un modo integral. ¿Cuáles son los lugares donde madura una verdadera educación? Ante todo la familia, puesto que los padres son los primeros educadores. La familia es la célula originaria de la sociedad. En la familia es donde los hijos aprenden los valores que permiten una convivencia constructiva y pacífica. En la familia es donde se aprende la solidaridad entre las generaciones, el respeto de las reglas, el perdón y la acogida del otro. Ella es la primera escuela donde se recibe una educación para la justicia y la paz. Sin embargo, vivimos en un mundo en el que la familia, y también la misma vida, se ven constantemente amenazadas y, a veces, destrozadas. Unas condiciones de trabajo a menudo poco conciliables con las responsabilidades familiares, la preocupación por el futuro, los ritmos de vida frenéticos, la emigración en busca de un sustento adecuado, cuando no de la simple supervivencia, acaban por hacer difícil la posibilidad de asegurar a los hijos uno de los bienes más preciosos: la presencia de los padres; una presencia que les permita cada vez más compartir el camino con ellos, para poder transmitirles esa experiencia y cúmulo de certezas que se adquieren con los años, y que sólo se pueden comunicar pasando juntos el tiempo. El otro lugar por antonomasia de la educación es la escuela que debe nutrirse de verdaderos maestros. En este ámbito se requiere la responsabilidad del discípulo, que ha de estar abierto a dejarse guiar al conocimiento de la realidad, pero también la del educador, que debe de estar dispuesto a darse a sí mismo. Por eso, es más necesario hoy que nunca que haya testigos auténticos, y no simples dispensadores de reglas o contenidos. Maestros, testigos y que sepan ver más lejos que los demás, porque su vida abarca espacios más amplios. El testigo es el primero en vivir el camino que propone. Todo ello es imprescindible para poder crear un ambiente educativo de apertura al otro y a lo transcendente. Por supuesto que es necesario adquirir conocimientos y habilidades pero dentro de un ambiente en el que el niño y el joven se sientan valorados en sus propias potencialidades y riqueza interior, y aprenda a apreciar a los otros. En el que se enseñe a saborear la alegría que brota de vivir día a día la caridad y la compasión por el prójimo, y de participar activamente en la construcción de una sociedad más humana y fraterna.