Al valorar la situación que nos ha llevado a la actual crisis económica y social, Benedicto XVI, en el número 25 de la encíclica Caritas in veritate, afirma que el funcionamiento de un mercado que sólo busca el máximo beneficio y las decisiones políticas que se han tomado a su favor han deteriorando las condiciones laborales y debilitado las redes de protección social, con «grave peligro para los derechos de los trabajadores, para los derechos fundamentales del hombre y para la solidaridad». Y hace un llamamiento a recordar y poner en práctica un principio ético fundamental: «el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad».

No se puede olvidar que el origen de la terrible situación que padecemos es la codicia, poner en primer lugar tener más y más negando así al ser humano. Sin olvidar que las políticas que se vienen practicando desde hace años, y que han afianzado esa tendencia, son sus cómplices necesarios. La evolución de la crisis ha llevado a una reducción de la red de seguridad social a cambio de la búsqueda de mayores ventajas competitivas en el mercado internacional, con los consiguientes sacrificios sociales. No se puede olvidar que todas las personas, sólo por el hecho de serlo, tienen derecho a la educación, a la sanidad, a una pensión digna para la vejez, a prestaciones sociales adecuadas a cada situación personal y familiar, a prestaciones suficientes en caso de desempleo, a unas condiciones dignas de trabajo, etc... Sin el reconocimiento práctico de estos derechos sociales nos resulta más difícil realizar nuestra humanidad. Los derechos sociales son una conquista, alcanzada con mucho esfuerzo y sacrificio. Una conquista lograda en la lucha por la dignidad de las personas. El reconocimiento de los derechos sociales (aún hoy logrado sólo para una pequeña parte de la humanidad) ha encontrado, siempre, mucha resistencia por parte de los más poderosos. Por dos razones obvias. La primera es que un trabajador con derechos sociales es una persona más libre, a la que es más difícil explotar y obligar a trabajar como sea para sobrevivir. La segunda es que los derechos sociales necesitan financiación y el dinero destinado para su ejecución es dinero que no va a sus bolsillos. Por eso las decisiones políticas son tan importantes ya que el reconocimiento y puesta en práctica de los derechos sociales es el resultado de la toma de medidas para dedicar recursos sociales suficientes al ejercicio de los derechos de las personas y distribuir así la riqueza social de un modo más justo. Son, pues, una conquista de los empobrecidos que hace avanzar la justicia en la vida social. Por eso, el reconocimiento real de los derechos sociales sirve de termómetro de la calidad democrática de una sociedad, porque mide también el grado de aplicación de la justicia. Y al contrario, su retroceso devalúa la dignidad humana, arruina los logros alcanzados por los empobrecidos, reduce la equidad en la distribución de los bienes, degrada la democracia y restringe la libertad de las personas. Es preciso afirmar con fuerza en el momento actual que la defensa y la extensión de los derechos sociales es un deber de justicia. Deber vinculado a la afirmación de un principio básico de humanidad, el destino universal de los bienes, que Juan Pablo II concretó de una forma que tiene hoy un gran valor para orientar nuestra vida y acción: «Las necesidades de los pobres deben tener preferencia sobre los deseos de los ricos; los derechos de los trabajadores, sobre el incremento de los beneficios» (Toronto, 14 de septiembre de 2004).