Sinceridad
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- Categoría: Actualidad Diocesana
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En muchos casos damos por supuestos valores que en realidad parece que están ya olvidados. Sin embargo, sin ellos la convivencia familiar y social se hace imposible. Decimos que una persona es sincera cuando tiene aprecio por la verdad y sus acciones están marcadas por el amor. No es casual que en una sociedad donde no se valora la “verdad” y el amor se ha cosificado, la sinceridad con uno mismo y con los demás sea un “bien escaso”.
Parece que prevalece el envoltorio, la forma con la que poder conseguir lo que uno quiere. Las consecuencias son obvias y están a la vista. Si parece que pesa más la mentira, la artificialidad, el fingimiento etc., que la rectitud de intención en lo que pensamos, hablamos y hacemos cómo se puede convivir en paz. Hemos llegado a que en ocasiones suceda lo que dice el novelista Maugham: “en tiempos de hipocresía cualquier sinceridad parece cinismo”. Pero todos sabemos que es una necedad creer que la verdad no será descubierta o que lo que se edifica sin fundamento pervivirá. Cuando lo accesorio se termina, la vanidad ya no existe sólo quedará de la persona su claridad sencilla y sus obras las juzgarán la historia y Dios. Es un deber luchar contra la mentira y las medias verdades. La sinceridad con uno mismo no es compleja ya que se asienta en el conocimiento de las cualidades y defectos de cada uno. Si miro un poco mi interior descubro que no soy perfecto, que mi realidad personal tiene dos caras. Ello motiva a la vez un doble sentimiento, por un lado de gratitud por los dones recibidos y la aceptación y superación de los defectos propios de la naturaleza humana y aquellos procedentes de los errores personales. El saber situarse ante el espejo, sin extremismos de ningún tipo, demanda una buena dosis de humildad. Pero también hay todo un mundo que nos precede, nos acompaña y del cual no podemos prescindir. Los demás existen y todos somos dependientes de los demás. Desde lo más pequeño hasta la vida y la cultura nos viene dada. No podemos sino aceptar esa dependencia de los demás y trabajar por un futuro mejor. La sinceridad para con los demás no sólo es de palabra sino de acción. Por otro lado, para el creyente la sinceridad con Dios es tomar conciencia de su dependencia radical con Aquel que le ha dado el ser y lo sostiene. De igual forma, el no creyente, si quiere ser sincero consigo mismo, tendrá que preguntarse alguna vez: “¿Qué tienes que no lo hayas recibido?, ¿de qué te jactas, como si no lo hubieses recibido?” (1Cor 4,7). La sinceridad tiene un rostro que refleja sencillez, naturalidad, franqueza. La persona sincera no se enreda ni se complica por dentro, no busca lo aparatoso en lo exterior, sino que hace de lo ordinario de cada momento algo extraordinario. El reverso de este semblante es la afectación, el glamour, la pedantería, la jactancia que tanto nos aleja de los demás y crea un envolvente vacío existencial sin raíces. La raíz de la falta de sinceridad se halla en la soberbia. Si creo que todo lo puedo conseguir por mis muchas cualidades y esfuerzos, será muy difícil reconocer el misterio en su vida y a la vez descubrir lo positivo que poseen los demás. Esa ceguera hace perder objetividad ante la propia historia, la culpa de los fallos siempre la tendrán los demás, se es incapaz de someterse a la verdad, de valorar el amor y la amistad. Por eso, el soberbio intentará desplazar a Dios, ignorar a sus semejantes y sus labios no proferirán nunca una palabra veraz.