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San Pedro Regalado es patrono de nuestra ciudad y de nuestra diócesis; por esto en su fiesta nos hemos reunido gozosamente. La celebración de nuestro patrono nos mueve a recordar su vida y a imitar la ejemplaridad de su conducta, también en la situación actual, ya que hay un núcleo vivo que nos interpela, aunque las condiciones de su tiempo y del nuestro sean muy diferentes. La conmemoración de nuestro patrono nos invita a encomendar a su intercesión ante Dios nuestras necesidades, incertidumbres, desesperanzas y esperanzas que impregnan el ambiente de la celebración de este año. Con palabras de la Liturgia: Dios nos concede la alegría de celebrar la fiesta de San Pedro Regalado, fortaleciéndonos con el ejemplo de su vida, instruyéndonos con su palabra y protegiéndonos con su intercesión (Prefacio de la Misa).
El Dr. Matías Sangrador, académico correspondiente de la Real de Historia, contó en la Vida de S. Pedro Regalado, publicada en Oviedo el año 1859 y reproducida en edición facsímil en Valladolid el año 2001, con los siguientes términos el milagro del socorro del pobre. “Murió el Regalado, y pocos días después de este suceso, que traspasó de dolor el corazón del anciano, llegó éste desalentado al eremitorio en ocasión en que ya se había distribuido la limosna… La situación de este septuagenario pobre y desvalido no podía ser más triste y deplorable: Había andado, a pesar de su avanzada edad, un camino bastante largo, sólo con la esperanza de tomar en el eremitorio algún alimento con que reparar sus debilitadas fuerzas. Lleno de ardiente fe, aunque en el mayor desconsuelo, se dirigió trabajosamente hacia la iglesia, y postrándose ante el sepulcro de su bienhechor, pronunció entre lágrimas y suspiros, las siguientes palabras que revelaban el abatimiento de su alma: Piadosísimo padre, si vos viviérais no me hubieran despedido sin limosna; en vos hallé siempre alivio; faltó vuestra vida y se acabó mi socorro; perezco de hambre y no tengo quien con ojos de misericordia me mire. Acabadas de pronunciar estas sentidas quejas, vio el desgraciado anciano abrirse la tierra que cubría el santo cuerpo, y que incorporándose éste le tendió la mano depositando en las suyas un pan con que socorrer su necesidad. Absorto y confuso el pobre con tan maravilloso suceso, quedó por largo tiempo como petrificado en aquel sitio; mas cuando recobrado de su asombro fijó su vista en el pan que tenía en la mano, lo besó repetidas veces con ternura y después de manifestar con lágrimas su gratitud y reconocimiento, salió del templo publicando el milagro” (pp. 128-129). La escena narrada no es de terror junto a un sepulcro que se abre, sino de serenidad y benevolencia.
No se trata ahora de ponderar la literatura bella y precisa del relato, ni de analizar el género literario de la narración. Pedro Regalado, porque en vida fue compasivo, también después de muerto fue recordado como bienhechor; la memoria de su grandeza de alma permanece de generación en generación. Ayudó a los necesitados, fue amigo de los indigentes, nadie se alejó de él sin el consuelo del pan y el amor. Nosotros que lo invocamos como patrono, queremos aprender sus lecciones de vida. Nos separan de su tiempo no sólo siglos sino también condiciones históricas y situaciones sociales. Pero recordar actualmente este milagro en el día de su fiesta, esta “florecilla” de un hijo de Francisco de Asís, encierra una llamada a la misericordia, a la generosidad, a la fraternidad, a la solidaridad en bienes y necesidades. En el Evangelio son inseparables el amor a Dios y al prójimo; la fe cristiana se verifica en el ejercicio de la justicia y del amor hacia los demás. No ayudan las lamentaciones ni un sentimentalismo que confunde compasión con evasión. La fe sin obras es estéril. “Lo mismo que el cuerpo sin aliento está muerto, así también la fe sin obras está muerta” (Sant.2,26). La fe y el amor deben caminar juntos (Benedicto XVI); la fe debe ser consecuente en las obras (Papa Francisco). La fidelidad a Jesucristo y la memoria de San Pedro Regalado nos remiten tanto al reconocimiento de Dios por la fe como al cuidado de los hermanos. La celebración de nuestro patrono nos plantea dos preguntas: ¿Dónde está tu Dios? ¿Dónde está tu hermano?. ¿Te olvidas de Dios? ¿Das la espalda al que te necesita?
Aleccionados por muchos signos, podemos concluir con gran probabilidad que estamos atravesando una situación decisiva donde está naciendo entre sufrimientos e incertidumbres un estilo nuevo de vida en sociedad. Lo que llamamos mil veces crisis integra perplejidades en muchos órdenes: La altísima cota de desempleo que padecemos sobresale en la crisis; pero hay crisis de valores éticos; hay malestar social. El matrimonio y la familia no sólo padecen un porcentaje preocupante de rupturas sino incluso están sometidos a una confusión acerca de su naturaleza; y no podemos olvidar que sin familia queda la persona como desarbolada y a la intemperie. La secularización cultural y personal comporta pérdida en el sentido de la vida humana ya que Dios en cuanto “origen, meta y guía” del universo, es nuestro norte y nuestro asidero último.
El trabajo es derecho humano y humana obligación; dignifica al hombre que se siente humillado cuando se ve privado de él sin razonables expectativas en el horizonte; es el medio para ganar el pan de cada día; pero es también realización de la persona, colaboración en la sociedad, contribución a la mejora del mundo. El ser humano, varón y mujer, han sido creados a imagen y semejanza de Dios, compartiendo la misma dignidad; por ello, está llamado a participar en el dominio de las cosas bajo la responsabilidad otorgada por el Creador. El trabajo y el descanso nos asemejan a Dios que nos creó a su imagen (cf. Gén 1,26-2,3). Es voluntad de Dios que la humanidad sea como una familia, donde todos sin discriminación podamos sentarnos a la mesa de los bienes de la tierra. La marginación, la oscuridad ante el futuro, el escándalo de la corrupción ponen en peligro la paz social. No podemos soportar que haya personas que mueran de hambre en un mundo en que hay alimentos para todos. ¡Que con nuestra palabra, con nuestra actitud, con nuestra conducta clamemos contra toda exclusión!. En esta crisis dura y duradera debemos compartir beneficios y sacrificios; particularmente debemos evitar que los más vulnerables carguen con el peso mayor. Con la cercanía, el apoyo y la solidaridad colaboremos a mantener y alimentar la esperanza de las personas más postradas por el desaliento. ¡Que nadie esté al borde de la exasperación!. El servicio de la esperanza comprometida y sacrificada es preciosa ayuda en la crisis.
Nuestra sociedad, sumergida en horas penosas de incertidumbre, no debe ceder al peligro de poner en cuestión las instituciones fundamentales que son como los pilares que desde hace tiempo sustentan la sociedad en el presente y de cara al futuro. Corrijamos los fallos, pero no las tiremos por la borda. Quedaríamos expuestos al caos. Quiero recordar algunas convicciones que pueden fortalecer nuestro espíritu en el momento actual de estrecheces. Necesitamos el pan cotidiano, pero necesitamos también a Dios; en el “Padre Nuestro” pedimos el pan de cada día y también deseamos que el nombre de Dios sea santificado; perjudica al hombre el olvido de Dios. Quizá la inseguridad y la intemperie actuales sean una oportunidad para preguntarnos si Dios ocupa el lugar que le corresponde; el reconocimiento de Dios providente nos libera de la esclavitud de las cosas y abre el corazón a la generosidad. Sobre el fundamento de la fraternidad fundada en Dios nuestro Padre, estamos urgidos a compartir las necesidades de los demás. Ante las nuevas formas de pobreza y de indigencia, ante la situación nueva que nos plantea problemas inéditos, estamos llamados a fomentar la “creatividad” del amor (cf. Carta apostólica Novo Millenio ineunte 50). El amor auténtico posee una capacidad de inventiva para responder a las necesidades emergentes. Caminar juntos, unir los esfuerzos, diseñar un itinerario común por parte de quienes tienen la responsabilidad en la dirección de la sociedad, es eficaz para la superación de la crisis y proporciona ánimo a quienes padecen particularmente las pruebas de la esperanza. ¡Pidamos a Dios que ilumine a quienes tienen el encargo de gobernar!.
Así como la honradez, el respeto a los demás y el trabajo inteligente edifican la sociedad; en cambio, el resentimiento, la amargura, la desesperanza, las descalificaciones personales causan desaliento; la crispación, aunque sea un deshogo, no construye futuro. La esperanza debe traducirse en realismo y perseverancia; el tesón para mantenerse en el camino adecuado aunque sea arduo, sacrificado y largo, debe ser compartido. La distancia y desafección entre responsables de la sociedad y ciudadanos son peligrosas. Reconstruir la confianza es una tarea primordial.
Vivir moralmente, según la voluntad del Señor, es bueno no sólo para la persona justa sino también para los demás; por el contrario, la conducta inmoral daña a la misma persona y perjudica a los demás. Hay personas que son luz y estímulo en medio de la convivencia y hay personas que oscurecen y apesadumbran a los demás. Nuestro patrono San Pedro Regalado , discípulo de Jesús y amigo de los necesitados, nos alienta en el camino de la vida santa, responsable y servicial.
La fiesta de San Pedro Regalado coincide con la memoria de la Virgen de Fátima. En Fátima la Madre del Señor y nuestra Madre, se apareció a unos niños pobres del pueblecito de Aljustrel. Dios elige instrumentos débiles para realizar sus designios de salvación. En Fátima hemos recibido un mensaje de invitación a la penitencia, a la oración y a la esperanza. Pongamos nuestra vida en manos del Señor para que la convierta en un don para los demás y en signo de su bondad y misericordia.
Valladolid, 13 de mayo de 2013
Mons. Ricardo Blázquez Pérez, Arzobispo de Valladolid
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